Malditos procesos
burocráticos... Durante aquella semana envidié a Trent, quien solo necesitaba
decirle al anciano de la biblioteca que partiría en busca de nuevos
conocimientos para que pudiera marcharse sin que le echasen en falta. Menuda
excusa... Yo, en cambio, tenía que seguir el procedimiento rutinario para
conseguir unos días de permiso que me permitieran partir de la ciudad. Él sí
podía decir que era libre. Al fin y al cabo, apenas tenía ataduras en Arstacia
y nada le impedía abandonar la ciudad cuando y a donde él quisiera. Y pensar
que habían ilusos que creyeron encontrar su libertad al alistarse en el
ejército...
Conmigo eran más
permisivos. Al pertenecer a una sección independiente en las fuerzas militares,
los fantasmas de Kanos, y por haber sido nombrado caballero tenía algo más de
libertad en cuanto a moverme de un sitio a otro. Yo, por lo menos, no tenía que
dar explicaciones de lo que iba a hacer con mi permiso. Otros, en cambio, no
corrían la misma suerte. Además de que sus trámites podían llegar a tardar el
doble, eran muy meticulosos con los soldados. Solo quienes habían conseguido la
confianza del emperador o poseían algún rango distintivo gozaban de las mismas
libertades que yo. Pero el día de partir llegó con un espléndido amanecer. Parecía
como si todo hubiese sido orquestado por algún ente superior o algo similar
para que el viaje coincidiera con aquel día.
Si bien los rayos
del sol podían castigar mi piel, las suaves brisas de aire contrarrestaban su
calor. Sentía la calidez del sol y el frescor del viento, por lo que la
sensación térmica resultaba bastante agradable. Tuvimos suerte de poder
disfrutar de un viaje apacible a lomos de nuestros corceles aquel día, debo
reconocer. El viaje fue tranquilo, sin ningún tipo de contratiempo. Temiendo
ser apresados por alguna banda de salteadores, nos sorprendimos cuando llegó la
noche y no sufrimos ningún percance. La única vez que tuve que sacar mi
cuchillo en todo el día fue solo para despellejar un conejo que cazamos para la
comida.
-Ya solo nos queda
media jornada antes de llegar a Antran-dijo Trent tras terminar de organizar la
acampada en una cueva que encontramos en la falda del monte que debíamos
atravesar al día siguiente para llegar hasta la ciudad-. Y eso contando con que
no podremos montar los caballos hasta atravesar el monte.
-Yo me encargaré de
llevarlos cogidos de las riendas para que no se asusten.
-¿Qué crees que
encontraremos en Antran?-preguntó tras unos segundos de silencio, donde el
único sonido que se oía era el silbar del viento y el crepitar de las ramas
quemándose en la hoguera.
-Ojalá lo
supiera-contesté suspirando-. Ahora solo me preocupa que no nos descubran y que
todo salga bien-concluí acostándome bocarriba, viendo cómo la luz palpitante
iluminaba las paredes de la cueva hasta quedarme dormido.
Y el tiempo trajo
consigo un nuevo amanecer, poniendo fin a la noche e invitándonos a continuar
con nuestra travesía. Tal y como planeamos, yo me encargué de conducir a los
caballos siguiendo el paso de Trent a lo largo del sendero dentro de un espeso
bosque que nos conduciría hacia la otra parte del monte, desde donde ya
podríamos ver de lejos la ciudad. Aunque las vistas de la ciudad que esperaba
encontrarme distaban demasiado de la imagen que presentaba en realidad.
En bocetos e
ilustraciones que había visto en los libros y los manuscritos se mostraba una
ciudad que resplandecía, donde dos hileras de tres esbeltas columnas a cada
lado se alzaban robustas de forma que parecía que quisieran tocar el cielo. Las
columnas siempre lucían el mismo motivo en su relieve: cuatro figuras femeninas
con alas salían de ellas desde sus bases, alzándose con los brazos extendidos y
las manos juntas como señal de ofrenda. Incluso sabía que por las noches se
iluminaba el cuenco que conformaban las manos con una inmensa llama que
iluminaba toda la columna y los rostros de aquellas figuras angelicales. Esas
hileras bordeaban el camino que conducía hacia la ciudadela, un terreno amplio
que nada tenía que envidiar a Arstacia. Se trataba de una ciudad inmensa,
repleta de gente, donde la vida rebosaba por doquier y las riquezas abundaban.
Y, más allá de la ciudadela, un imponente palacio, más grande incluso que el
palacio arstaciano, señal del poderío antrano.
La imagen que se
mostraba frente a mí era de un completo abandono; resultaba deprimente ver las
innumerables diferencias que había. El camino que conducía hacia la ciudadela
ahora estaba bordeado por un puñado de pedruscos enormes. Lo que antaño eran
las preciosas columnas que había visto en los bocetos, ahora no eran más que
escombros. Solo dos de ellas aun se mantenían en pie, aunque no por completo.
Solo una de ellas, la que se conservó en mejor estado y, por tanto, se alzaba
más alta, aun contenía un par de estatuas. Se trataba de la más lejana de la
ciudad. De la otra columna que se mantenía en pie, y decir que se mantenía era
decir algo, solo quedaba algo menos que la base; se había derrumbado justo por
debajo de donde deberían alzarse las estatuas. Aquel camino hacia la ciudadela
era triste, pero el estado de la ciudad tampoco mejoraba demasiado. De hecho,
el empobrecimiento se podía ver desde fuera, solo con contemplar el estado de
las murallas. Sorprendidos por no ser interceptados por ningún guardia en la
entrada, conseguimos acceder a la ciudad, donde la escena que se veía en el
exterior se repetía también dentro de las murallas. La mayoría de las casas
estaban en un estado ruinoso, algunas incluso parecían llevar abandonadas años.
Las que mejor se conservaban mostraban también serios desperfectos.
Paseamos por entre
las calles de la ciudadela, a veces teniendo que pasar por encima de los
escombros para poder atravesarlos, y en todas y cada una de esas calles se veía
la misma tristeza, tanto por el deterioro de las casas como por las caras
demacradas de quienes no podían permitirse tener un techo sobre sus cabezas.
Sí, aquella ciudad antaño fue rica y próspera, pero ahora se hallaba sucumbida
en la más absoluta pobreza. Solo unos pocos afortunados, los más adinerados de
aquella época dorada, conservaban todavía el privilegio de tener algo a lo que
llamar hogar.
-¿Crees que esto es
lo que quería Artrio que viésemos?-preguntó Trent mientras nos sentíamos
observados por las curiosas miradas de los sin techo.
-Creo que esto es
solo una parte de lo que quiere que descubramos-contesté con un suspiro,
atónito por la imagen que veían mis ojos.
-¿Qué crees que
habrá pasado para que Antran se convierta en esto?-volvió a preguntar, sin
poder apartar la mirada de aquellos que se ocultaban de nosotros. No sabía si
sentía más lástima por la inocencia Trent o por aquellos hombres y niños que
nos observaban desde la distancia, temerosos de que fuésemos a hacerles algo.
Era verdad que Trent no había viajado nunca en su vida, y salvo el incendio de
Alquimia, jamás vio nada similar. Él todavía no sabía lo que era la guerra y
nunca se habría imaginado que tales desgracias ocurrían más allá de los muros
de Arstacia, ya que la guerra ocurrió cuando él todavía era un bebé. Siempre
había vivido en su burbuja, protegido de toda imagen que pudiera herir su
sensibilidad, y por eso aquello le estaba afectando tanto.
-Solo tengo
sospechas de lo que ha podido pasar aquí, pero algo me dice que es justo lo que
Artrio quiere que descubramos-contesté, parándome en seco para mirar hacia el
palacio.
Su grandeza y su
esplendor ya no mostraban el poderío de antaño. Ahora era igual de ruinoso que
el resto de los hogares. De hecho, debido a su inmenso tamaño, era el edificio
más sufrido de todos. Casi todos sus torreones habían caído ya, no sabría decir
si por el desgaste del tiempo o por la mano del hombre. Sus muros estaban
agrietados, y en algunos hasta podría colarse una persona de pequeña
complexión. Los puentes que conectaban con las torres que todavía permanecían erguidas,
aunque no intactas, se habían destruido, impidiendo el acceso a las
habitaciones de dichas torres. Y en el centro de todo el palacio, donde
deberían hallarse los pisos superiores, los cuales nunca supe qué albergaban,
se agolpaban los escombros de lo que podían ser, perfectamente, tres pisos
enteros.
-Sea lo que sea que
tengamos que buscar aquí se encontrará en el palacio-deduje sin apartar la
mirada del edificio, poniéndome en marcha en ese mismo instante.
Cuando llegamos
ante la entrada del palacio, tampoco había ningún guardia. Parecía que no
hubiese ningún soldado en toda la ciudadela, algo realmente extraño tratándose
de la antigua capital del imperio. Cada detalle que veíamos me dejaba más claro
que aquel lugar acabó siendo abandonado, pero, ¿por qué abandonar una ciudad
tan próspera como lo había sido Antran? Y, más importante, ¿por qué cambiar la
capital del imperio a una ciudad recién asediada? ¿Qué era lo que había pasado
en aquel lugar para que una ciudad tan grande se vea sumida en la miseria? Todo
lo que había era caos y destrucción, y sorprendía que todavía quedasen personas
habitando aquella ciudad.
La ciudad había
perdido toda su identidad. Incluso parecía que se trataba de un territorio
menos del imperio, ya que todos los estandartes imperiales habían sido
arrancados y sus restos yacían carbonizados en el suelo. En el interior del
palacio se veían signos de violencia, posiblemente la rebeldía de los
ciudadanos ante la situación tan deplorable que estaban viviendo. Seguramente el
emperador decidió abandonar Antran, según mis deducciones, para escapar de
aquellos actos de violencia y rebelión. Todo se hallaba desordenado. Muebles
rotos por todas partes, vasijas destruidas, papeles quemados y esparcidos por
todo el palacio...
-Parece que se han
divertido a costa del emperador en su antigua residencia-trató de bromear Trent
contemplando los destrozos, aunque notablemente asombrado.
-Y muchos debieron
pagarlo con sus vidas-dije señalando marchas de sangre en las paredes y por el
suelo-. Los cadáveres seguramente estarán enterrados en el cementerio o vete tú
a saber dónde. Pero ni siquiera se tomaron la molestia de limpiar la sangre.
-Ni de borrar las
huellas-dijo Trent acercándose a media estantería volcada sobre una mesa
partida en dos. Se agachó y escuché cómo cogía algo, algo metálico por el
sonido que producía al arrastrarse.
-Esa espada no es
del imperio-dije acercándome para observar la espada que había sacado de los
restos. Su hoja se encontraba manchada de sangre seca, algo normal teniendo en
cuenta la cantidad de años que podría haber estado oculta bajo esa estantería.
-¿Cómo sabes que no
es del imperio?
-Aquí nunca luchó
ningún oficial, por lo que las armas se cogerían de las armerías. Solo un
oficial podría costearse una espada así, y aun así se quedaría con una paga
minúscula.
-¿De quién es
entonces esta espada?-preguntó Trent, mirándola intrigado.
-De una persona
valerosa que murió luchando por la justicia-respondió una voz femenina a
nuestras espaldas. Su voz provenía de las escaleras. Ambos nos giramos en ese
preciso momento para comprobar quién era. Y yo apenas tardé en reconocer a esa
persona. Una voz familiar, piel pálida, cabello castaño hasta llegar un poco
más abajo de los hombros, un rostro, en mi opinión, bello, y sus ojos mostraban
dos colores diferentes. Su ojo izquierdo era marrón y su ojo derecho, azul. En
ese momento en que reconocí a aquella persona sentí que mis rodillas temblaban,
que mis piernas apenas conseguían sostener mi peso a duras penas y que mis ojos
se empañaron en lágrimas.
-Pensé que habías
muerto...
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