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lunes, 15 de febrero de 2016

Capítulo 5 - Antran

Malditos procesos burocráticos... Durante aquella semana envidié a Trent, quien solo necesitaba decirle al anciano de la biblioteca que partiría en busca de nuevos conocimientos para que pudiera marcharse sin que le echasen en falta. Menuda excusa... Yo, en cambio, tenía que seguir el procedimiento rutinario para conseguir unos días de permiso que me permitieran partir de la ciudad. Él sí podía decir que era libre. Al fin y al cabo, apenas tenía ataduras en Arstacia y nada le impedía abandonar la ciudad cuando y a donde él quisiera. Y pensar que habían ilusos que creyeron encontrar su libertad al alistarse en el ejército...

Conmigo eran más permisivos. Al pertenecer a una sección independiente en las fuerzas militares, los fantasmas de Kanos, y por haber sido nombrado caballero tenía algo más de libertad en cuanto a moverme de un sitio a otro. Yo, por lo menos, no tenía que dar explicaciones de lo que iba a hacer con mi permiso. Otros, en cambio, no corrían la misma suerte. Además de que sus trámites podían llegar a tardar el doble, eran muy meticulosos con los soldados. Solo quienes habían conseguido la confianza del emperador o poseían algún rango distintivo gozaban de las mismas libertades que yo. Pero el día de partir llegó con un espléndido amanecer. Parecía como si todo hubiese sido orquestado por algún ente superior o algo similar para que el viaje coincidiera con aquel día.

Si bien los rayos del sol podían castigar mi piel, las suaves brisas de aire contrarrestaban su calor. Sentía la calidez del sol y el frescor del viento, por lo que la sensación térmica resultaba bastante agradable. Tuvimos suerte de poder disfrutar de un viaje apacible a lomos de nuestros corceles aquel día, debo reconocer. El viaje fue tranquilo, sin ningún tipo de contratiempo. Temiendo ser apresados por alguna banda de salteadores, nos sorprendimos cuando llegó la noche y no sufrimos ningún percance. La única vez que tuve que sacar mi cuchillo en todo el día fue solo para despellejar un conejo que cazamos para la comida.

-Ya solo nos queda media jornada antes de llegar a Antran-dijo Trent tras terminar de organizar la acampada en una cueva que encontramos en la falda del monte que debíamos atravesar al día siguiente para llegar hasta la ciudad-. Y eso contando con que no podremos montar los caballos hasta atravesar el monte.

-Yo me encargaré de llevarlos cogidos de las riendas para que no se asusten.

-¿Qué crees que encontraremos en Antran?-preguntó tras unos segundos de silencio, donde el único sonido que se oía era el silbar del viento y el crepitar de las ramas quemándose en la hoguera.

-Ojalá lo supiera-contesté suspirando-. Ahora solo me preocupa que no nos descubran y que todo salga bien-concluí acostándome bocarriba, viendo cómo la luz palpitante iluminaba las paredes de la cueva hasta quedarme dormido.

Y el tiempo trajo consigo un nuevo amanecer, poniendo fin a la noche e invitándonos a continuar con nuestra travesía. Tal y como planeamos, yo me encargué de conducir a los caballos siguiendo el paso de Trent a lo largo del sendero dentro de un espeso bosque que nos conduciría hacia la otra parte del monte, desde donde ya podríamos ver de lejos la ciudad. Aunque las vistas de la ciudad que esperaba encontrarme distaban demasiado de la imagen que presentaba en realidad.

En bocetos e ilustraciones que había visto en los libros y los manuscritos se mostraba una ciudad que resplandecía, donde dos hileras de tres esbeltas columnas a cada lado se alzaban robustas de forma que parecía que quisieran tocar el cielo. Las columnas siempre lucían el mismo motivo en su relieve: cuatro figuras femeninas con alas salían de ellas desde sus bases, alzándose con los brazos extendidos y las manos juntas como señal de ofrenda. Incluso sabía que por las noches se iluminaba el cuenco que conformaban las manos con una inmensa llama que iluminaba toda la columna y los rostros de aquellas figuras angelicales. Esas hileras bordeaban el camino que conducía hacia la ciudadela, un terreno amplio que nada tenía que envidiar a Arstacia. Se trataba de una ciudad inmensa, repleta de gente, donde la vida rebosaba por doquier y las riquezas abundaban. Y, más allá de la ciudadela, un imponente palacio, más grande incluso que el palacio arstaciano, señal del poderío antrano.

La imagen que se mostraba frente a mí era de un completo abandono; resultaba deprimente ver las innumerables diferencias que había. El camino que conducía hacia la ciudadela ahora estaba bordeado por un puñado de pedruscos enormes. Lo que antaño eran las preciosas columnas que había visto en los bocetos, ahora no eran más que escombros. Solo dos de ellas aun se mantenían en pie, aunque no por completo. Solo una de ellas, la que se conservó en mejor estado y, por tanto, se alzaba más alta, aun contenía un par de estatuas. Se trataba de la más lejana de la ciudad. De la otra columna que se mantenía en pie, y decir que se mantenía era decir algo, solo quedaba algo menos que la base; se había derrumbado justo por debajo de donde deberían alzarse las estatuas. Aquel camino hacia la ciudadela era triste, pero el estado de la ciudad tampoco mejoraba demasiado. De hecho, el empobrecimiento se podía ver desde fuera, solo con contemplar el estado de las murallas. Sorprendidos por no ser interceptados por ningún guardia en la entrada, conseguimos acceder a la ciudad, donde la escena que se veía en el exterior se repetía también dentro de las murallas. La mayoría de las casas estaban en un estado ruinoso, algunas incluso parecían llevar abandonadas años. Las que mejor se conservaban mostraban también serios desperfectos.

Paseamos por entre las calles de la ciudadela, a veces teniendo que pasar por encima de los escombros para poder atravesarlos, y en todas y cada una de esas calles se veía la misma tristeza, tanto por el deterioro de las casas como por las caras demacradas de quienes no podían permitirse tener un techo sobre sus cabezas. Sí, aquella ciudad antaño fue rica y próspera, pero ahora se hallaba sucumbida en la más absoluta pobreza. Solo unos pocos afortunados, los más adinerados de aquella época dorada, conservaban todavía el privilegio de tener algo a lo que llamar hogar.

-¿Crees que esto es lo que quería Artrio que viésemos?-preguntó Trent mientras nos sentíamos observados por las curiosas miradas de los sin techo.

-Creo que esto es solo una parte de lo que quiere que descubramos-contesté con un suspiro, atónito por la imagen que veían mis ojos.

-¿Qué crees que habrá pasado para que Antran se convierta en esto?-volvió a preguntar, sin poder apartar la mirada de aquellos que se ocultaban de nosotros. No sabía si sentía más lástima por la inocencia Trent o por aquellos hombres y niños que nos observaban desde la distancia, temerosos de que fuésemos a hacerles algo. Era verdad que Trent no había viajado nunca en su vida, y salvo el incendio de Alquimia, jamás vio nada similar. Él todavía no sabía lo que era la guerra y nunca se habría imaginado que tales desgracias ocurrían más allá de los muros de Arstacia, ya que la guerra ocurrió cuando él todavía era un bebé. Siempre había vivido en su burbuja, protegido de toda imagen que pudiera herir su sensibilidad, y por eso aquello le estaba afectando tanto.

-Solo tengo sospechas de lo que ha podido pasar aquí, pero algo me dice que es justo lo que Artrio quiere que descubramos-contesté, parándome en seco para mirar hacia el palacio.

Su grandeza y su esplendor ya no mostraban el poderío de antaño. Ahora era igual de ruinoso que el resto de los hogares. De hecho, debido a su inmenso tamaño, era el edificio más sufrido de todos. Casi todos sus torreones habían caído ya, no sabría decir si por el desgaste del tiempo o por la mano del hombre. Sus muros estaban agrietados, y en algunos hasta podría colarse una persona de pequeña complexión. Los puentes que conectaban con las torres que todavía permanecían erguidas, aunque no intactas, se habían destruido, impidiendo el acceso a las habitaciones de dichas torres. Y en el centro de todo el palacio, donde deberían hallarse los pisos superiores, los cuales nunca supe qué albergaban, se agolpaban los escombros de lo que podían ser, perfectamente, tres pisos enteros.

-Sea lo que sea que tengamos que buscar aquí se encontrará en el palacio-deduje sin apartar la mirada del edificio, poniéndome en marcha en ese mismo instante.

Cuando llegamos ante la entrada del palacio, tampoco había ningún guardia. Parecía que no hubiese ningún soldado en toda la ciudadela, algo realmente extraño tratándose de la antigua capital del imperio. Cada detalle que veíamos me dejaba más claro que aquel lugar acabó siendo abandonado, pero, ¿por qué abandonar una ciudad tan próspera como lo había sido Antran? Y, más importante, ¿por qué cambiar la capital del imperio a una ciudad recién asediada? ¿Qué era lo que había pasado en aquel lugar para que una ciudad tan grande se vea sumida en la miseria? Todo lo que había era caos y destrucción, y sorprendía que todavía quedasen personas habitando aquella ciudad.

La ciudad había perdido toda su identidad. Incluso parecía que se trataba de un territorio menos del imperio, ya que todos los estandartes imperiales habían sido arrancados y sus restos yacían carbonizados en el suelo. En el interior del palacio se veían signos de violencia, posiblemente la rebeldía de los ciudadanos ante la situación tan deplorable que estaban viviendo. Seguramente el emperador decidió abandonar Antran, según mis deducciones, para escapar de aquellos actos de violencia y rebelión. Todo se hallaba desordenado. Muebles rotos por todas partes, vasijas destruidas, papeles quemados y esparcidos por todo el palacio...  

-Parece que se han divertido a costa del emperador en su antigua residencia-trató de bromear Trent contemplando los destrozos, aunque notablemente asombrado.

-Y muchos debieron pagarlo con sus vidas-dije señalando marchas de sangre en las paredes y por el suelo-. Los cadáveres seguramente estarán enterrados en el cementerio o vete tú a saber dónde. Pero ni siquiera se tomaron la molestia de limpiar la sangre.

-Ni de borrar las huellas-dijo Trent acercándose a media estantería volcada sobre una mesa partida en dos. Se agachó y escuché cómo cogía algo, algo metálico por el sonido que producía al arrastrarse.

-Esa espada no es del imperio-dije acercándome para observar la espada que había sacado de los restos. Su hoja se encontraba manchada de sangre seca, algo normal teniendo en cuenta la cantidad de años que podría haber estado oculta bajo esa estantería.

-¿Cómo sabes que no es del imperio?

-Aquí nunca luchó ningún oficial, por lo que las armas se cogerían de las armerías. Solo un oficial podría costearse una espada así, y aun así se quedaría con una paga minúscula.

-¿De quién es entonces esta espada?-preguntó Trent, mirándola intrigado.

-De una persona valerosa que murió luchando por la justicia-respondió una voz femenina a nuestras espaldas. Su voz provenía de las escaleras. Ambos nos giramos en ese preciso momento para comprobar quién era. Y yo apenas tardé en reconocer a esa persona. Una voz familiar, piel pálida, cabello castaño hasta llegar un poco más abajo de los hombros, un rostro, en mi opinión, bello, y sus ojos mostraban dos colores diferentes. Su ojo izquierdo era marrón y su ojo derecho, azul. En ese momento en que reconocí a aquella persona sentí que mis rodillas temblaban, que mis piernas apenas conseguían sostener mi peso a duras penas y que mis ojos se empañaron en lágrimas.


-Pensé que habías muerto...

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